Sobre el camino blanco que recorría las tenues colinas, y contra el cielo azul de la madrugada, se veían pasar sus siluetas con sus largos batones, sus cacerolas y motetes de tela. Iban lentas, en procesión, mientras los figurines de unos niños avanzaban fielmente tras ellas. De vez en cuando alguno se escapaba y era llamado de inmediato a retomar su lugar. Yo era el más obediente —aunque ganas no me faltaban de correr— porque era el nieto de doña Rita, quien lideraba el camino, ya de por sí liderado por mujeres. Eso es lo que yo entiendo por ser un hombre privilegiado y el resto me parece una ceguera de corazón.
Después de dos horas de caminata, doña Rita ordenó detenernos junto a un árbol de nance, esa pelotita dulzona tan perseguida por chicos descalzos. Ahí tomaríamos un descanso antes de descender. A lo lejos la luz empezada a revelar las ondulaciones de aquel paisaje semiárido, donde solo crecía un pasto con espinas en medio de árboles dispersos y enanos. Nosotros bajaríamos hacia la depresión del río, por caminos lisos y sinuosos, y la vigilancia debía ser mayor. Nadie querría que su niño rodara con la olla de los tamales o, peor aún, que las rosquillas se llenaran de polvo. El día iba a ser largo y el camino de regreso ocupaba hasta la última borona de energía mesoamericana.
Unos cuantos resbalones después, sin computar más pérdidas que alguna chancleta rota, las mansas y frías aguas del río nos recibieron junto al playón de arena, entre la tibia luz de amanecer y el rumor de la única cascada. El paisaje era tan reluciente en ese sitio, que de inmediato se nos olvidaba el cansancio y los raspones, y solo queríamos adentrarnos en todas las manifestaciones de la materia: la calidez de la arena seca, la suave resistencia del agua, la temprana caricia del aire, el profundo retumbo de una grieta.
—¡No entren con sandalias, güilas vagos!
Los gritos de mis tías abuelas se empezaron a escuchar al perder el control de esa manada de animalitos en su hábitat más primitivo… pero inconscientes de que el caucho era un material flotaba y podían regresar descalzos. Porque de ese equilibrio con las abuelas, más o menos, se trata la civilización.
En la otra orilla se divisaba una casita de tablas sobre una pequeña meseta de tierra oscura, resultado de los sedimentos de las crecidas, la cual estaba rodeada de un bosquecillo de resistentes hojas color verde oscuro.
—¡Vengan a saludar a Paché y a Mita!
Ahí vívían mis bisabuelos, en La Danta, la finca de la familia. La propiedad tenía muchas hectáreas laderas arriba, y aunque contaba con su propia servidumbre desde una calle nacional, pero siempre fue más fácil llegar por los trillos que serpenteaban otras fincas. El problema era que ese trayecto también era conocido por el resto de los liberianos, que solían ir a bañarse en lo que bien pudo ser una poza más privada. Pero no nos hagamos los paladines de propiedad privada, que no teníamos plata ni para cercarla. Con solo pensar que esa parte del río era nuestra ya nos sentíamos millonarios. Aunque… no era del todo nuestra. La vida nunca es tan democrática, pero eso no le quita lo espléndida.
En realidad, toda la finca era de doña Rita, viuda y heredera universal de mi recién fallecido abuelo Erasmo. Muchos de once hijos intentaron trabajarla, con poco éxito, para ver quién se la merecía. Sin embargo, aquel erial era literalmente el lomo de un interminable elefante blanco, cuya mansa aridez se extendía hasta las faldas del volcán Rincón de la Vieja. El suelo de cascajo no alumbraba más que algunas matas de yuca y plátano. Salvo los nancites, aquel lugar parecía no dar frutos en ninguna circunstancia. Y hasta los nances eran ácidos. Para empeorar las cosas, las bestias que intentaron introducir morían de hambre comiendo del aquel pasto seco y pobre en nutrientes. Casi que podía sentir que mis tíos eran esas bestias.
La finca había pertenecido a algún iluso memorial que se la vendió a mi bisabuelo Paché, ese hombre que Dios guarde le dieran un mal café, porque se lo daba de beber al caballo al frente del anfitrión. Cuando Paché vio que el resultado de su esfuerzo seguía siendo un nance agrio, se la vendió a la iglesia en donde se congregaba mi papá, en un barrio capitalino (gran lector del teólogo Soren Kierkegaard, para irme introduciendo). La famosa Iglesia de Cristo, de la cual hablaremos en su momento.
Cuando esos gringos misioneros vieron por primera vez aquel paisaje semidesértico similar al del mar Muerto, pensaron ingenuamente que ahí podrían realizar sus campamentos de verano en ayuno y oración, al igual que el Maestro. Solo que ni al sol nuclear de abril ni a las abundantes cascabeles les interesaban sus creencias de primates superiores. Cuando se dieron cuenta de su error, mi abuelo Erasmo, que era contador, acudió al rescate y la repatrió a la familia, seguro por veinticinco pesos, para hacer su propio retiro.
Mi abuelo murió de cáncer poco tiempo después de pensionarse, pero dejó instalados a los suegros como cuidadores y construyó chancheras, un horno y un tanque de agua. También compró una casa en Liberia, también, para devolver a doña Rita a su terruño. Así de tanto la quería. Doña Rita quedó sola, con un insomnio que nunca pudo superar. La madrugada siempre fue su tiempo y el marcador de sus días. Su tiempo de juventud, cuando se despertaba con el primer lucero para echar tortillas en las haciendas. Su tiempo de vejez, cuando se levantaba a alimentar a las gallinas para sacar el fantasma de su gran amor de su lecho. Y su tiempo del regreso a la infancia.
Por eso el ritual, por eso la marcha, por eso el peregrinaje. Mi abuela siempre supo que el significado de aquel lugar no estaba en hacerlo producir. Eso nunca le pasó por las mientes. Ella era un jardín en expansión. Una fuerza de amor incontenible. Al igual que mi bisabuela Mita y al igual que todas esas mujeres que marchaban por los lugares más remotos de la planicie con sus pollitos. Aunque parecíamos el ruego de una tribu que año con año pedía a sus dioses por la abundancia sin encontrar el milagro, con ella no esperábamos más que el camino, porque el camino era el milagro.
Toda la familia estaba invitada a viajar a la finca, desde sus hijos, hermanas y nietos hasta el cuarto grado de consanguinidad. Todos formábamos una familia: su familia. Y la finca era nuestra porque nosotros éramos la tribu de la gran e inmensa doña Rita.